EL GENERAL QUE ESCRIBÍA Y CASI ACABA CON EL ELN
SEMANA.COM Desde
la guerra de Corea, en 1950, y el ataque a Marquetalia, en 1964, el general
Álvaro Valencia Tovar pasó más de medio siglo ‘al pie del cañón’
Hace unos días murió el militar que mejor
encarnaba el conflicto armado colombiano, el que quizá mejor lo ha comprendido
y uno de los pocos, si no el único, respetado por igual por sus hombres y por
los guerrilleros que combatió toda su vida, con la espada y con la pluma.
El
general Valencia Tovar, que llevaba casi 40 años inactivo en filas cuando
falleció el pasado domingo 6 en el Hospital Militar de Bogotá, era un militar
atípico. Pasó más tiempo retirado que activo. Salió de la comandancia del
Ejército, su máximo cargo, en 1975 en medio de unos de los más serios ‘ruidos
de sables’ del siglo XX en el país, a raíz de graves diferencias con el
presidente Alfonso López Michelsen sobre la operación Anorí, que casi extermina
al ELN, y sobre cambios en la cúpula militar. Desde entonces, enseñó, asesoró y
escribió más de una docena de libros y centenares de ediciones de su
‘Clepsidra’, la columna que su amigo y compañero de colegio Hernando Santos le
dio en El Tiempo.
Desde
1942 –cuando le tocó de subteniente recién salido de la escuela militar
proteger del sectarismo bipartidista unos comicios en Pacho, Cundinamarca, de
los que su comandante salió descalabrado de una pedrada–, hasta su última
columna, hace dos meses, al general Valencia Tovar le tocaron, como protagonista
o comentarista, 70 años en los que, como dijo García Márquez “el país de los
poetas se nos volvió el más peligroso del mundo”.
El
capitán Valencia fue uno de los 111 oficiales del Batallón Colombia que
participaron en la guerra de Corea, entre 1950 y 1953, y, a su regreso, dejaron
una marca de modernización –y de las doctrinas de la Guerra Fría– en las
fuerzas militares. Siempre se refirió con orgullo a esa experiencia, sobre la
que escribió tres libros. “La guerra de Corea partió en dos la historia militar
de Colombia. Porque aprendimos todo lo moderno que había quedado después de la
Segunda Guerra Mundial sobre doctrina, organización, abastecimientos”, le dijo
a María Isabel Rueda en 2010.
Luego
de un tiempo en Egipto en una fuerza de la ONU, y de comandar la Escuela de
Infantería, como coronel y jefe de operaciones del Ejército participó en una
acción militar que aún hoy, medio siglo después, sigue siendo polémica: la
Operación Marquetalia, en 1964. Unos opinan que ese ataque militar contra 40
labriegos armados (del que escaparon casi todos, entre ellos Tirofijo)
precipitó que las autodefensas campesinas se convirtieran en guerrilla y dio
origen a las Farc; otros creen que de todas maneras el Partido Comunista ya
había definido la “combinación de las formas de lucha”. Unos sostienen que la
operación era parte del Plan Laso, con s (Latin American Security Operation)
diseñado en Washington; otros, que era el Plan Lazo, con z, concebido por los
militares colombianos para ‘enlazar’ de una vez por todas a las “repúblicas
independientes” que venía denunciando en discursos incendiarios el senador
Álvaro Gómez Hurtado.
“Marquetalia
es leída por algunos como el inicio de una gloriosa historia de luchas armadas
de carácter revolucionario. Para otros, como un grave error histórico de las
elites colombianas que ha ensangrentado al país sin pausa ni tregua desde hace
ya cuatro décadas. El debate y la herida siguen abiertos”. Estas palabras del
académico Eduardo Pizarro son tan vigentes hoy como cuando las escribió, en
2004.
Dos
años después, el 15 de febrero de 1966, al coronel Valencia, comandante de la V
Brigada en Bucaramanga, le pasó algo que lo acompañó por el resto de su vida.
En una operación contra el recién fundado ELN, en Patio Cemento, en San Vicente
de Chucurí, Santander, los militares dieron de baja a cuatro guerrilleros.
Cuando le dijeron que uno de ellos llevaba cartas en otro idioma y una pipa con
un anillo de plata en la boquilla, le entró una terrible sospecha. Él mismo
viajó a identificarlo. Era su amigo de infancia, Camilo Torres Restrepo, el
cura que había dejado la sotana para entrar a la guerrilla.
Valencia,
Camilo y Hernando Santos habían estudiado juntos en el colegio Antonio Nariño
en Bogotá. Cuando Valencia tenía cuatro años el papá de Camilo, que era
pediatra, le salvó la vida. Él mismo relató las largas conversaciones que
tenían como adolescentes sobre la situación del país y cómo, mientras él
avanzaba en su carrera militar, su amigo cura se fue radicalizando hasta
convertirse en parte esencial del mito fundacional del ELN. “Un aporte
electrizante y sumiso a la revolución”, lo calificaría el general en un libro.
Ordenó
enterrarlo por separado (en ese tiempo los militares procedían así en combate)
e hizo levantar un mapa con la ubicación de la tumba. Dos años después, contra
todo protocolo, trasladó los restos y los sepultó en el mausoleo militar de la
brigada en la capital de Santander. Y los conservó hasta que, en 2002, el
hermano de Camilo vino de Estados Unidos y se los entregó. Guardó la historia
en secreto hasta que este falleció y, en 2007, se la contó a SEMANA y a
El Tiempo. Hasta hoy, nadie sabe donde reposan esos restos.
“Nunca
denigré de Camilo, ni acepté decirle bandolero. Siempre me referí a los
guerrilleros con respeto”, dijo entonces. Eran otros tiempos y otras
guerrillas, aún intocadas por el narcotráfico y la degradación de la guerra,
pero esta frase da una medida de la estirpe militar de Valencia Tovar, en la
que el enemigo era el enemigo y prácticas como los ‘falsos positivos’ o el
paramilitarismo eran inadmisibles.
Por
algo, años después, ya retirado, un hombre le entregó una edición artesanal de
su libro El ser guerrero del Libertador. Se veía que estaba hecha en las
condiciones más primitivas y traía una dedicatoria. Decía que el libro era
lectura obligada de los guerrilleros de las Farc. Y la firmaba Jacobo Arenas,
el ideólogo del grupo. Pablo Catatumbo, comandante de las Farc, le dijo el año
pasado al periodista Jorge Enrique Botero de las2orillas.co que fue Valencia
Tovar el que despertó en él y en Arenas la pasión por Bolívar y que las Farc
editaron de nuevo su libro hace poco.
Valencia
pasó un tiempo en Washington, en la Junta Interamericana de Defensa, y luego al
frente de la Escuela de Cadetes y la Escuela Superior de Guerra. El 8 de
octubre de 1971 el ELN le hizo un atentado, en venganza por la muerte de Camilo
Torres, en el que casi pierde la vida pues recibió dos disparos.
En 1973
participó en la célebre operación Anorí, que casi extermina al ELN y que
condujo a la caída de sus jefes, los hermanos Vázquez Castaño. Poco después fue
nombrado comandante del Ejército, cargo que ocupó menos de un año, entre 1974 y
1975, en el incipiente gobierno de López Michelsen. Su salida fue traumática.
Él y otros militares querían dar continuidad a la operación Anorí y acabar por
completo al ELN; el presidente ordenó frenarla. Se precipitó una crisis que
culminó con la oposición de Valencia Tovar a un decreto presidencial de
movimientos en la cúpula y con su forzado retiro, junto con otros altos
oficiales.
En
1978, después de un intento en la política como candidato presidencial por el
Movimiento de Renovación Nacional, se dedicó a la columna que su antiguo
compañero de colegio, Hernando Santos, le había dado en El Tiempo, a escribir,
a enseñar en cursos militares y a dar asesorías a algunos gobiernos en temas de
guerra y negociación. La historia fue un tema central de sus libros, fue miembro
de la Academia y enseñó historia contemporánea. Escribió sobre sus adversarios
guerrilleros, sobre los presidentes que conoció, sobre la historia militar de
Colombia, sobre Bolívar y hasta una novela y un libro de cuentos para niños,
Engancha tu carreta a una estrella, que su nieto Álvaro José recuerda, en
un emotivo blog, ‘Mi abuelo el general’, que le leía cuando era pequeño.
Así
vivió casi 40 años, retirado e intelectual. Fueron los años de la llegada del
narcotráfico y el paramilitarismo, del empeoramiento y la degradación del
conflicto, y de intentos reiterados y frustrados de negociación con las
guerrillas que el general vivió como observador y comentarista y, en ocasiones,
dando consejos al gobierno de turno. Su larga vida militar empezó 20 años antes
del surgimiento de las guerrillas y no le alcanzó para ver el fin del conflicto
armado. El último intento de negociación que le tocó, con más de 90 años de
edad, es el que está hoy en curso en La Habana con las Farc. A diferencia de
muchos de sus colegas activos y retirados, lo apoyó: “Es el primer proceso de
paz donde el que pone las condiciones es el presidente y no los guerrilleros”,
dijo en una entrevista a AFP, publicada en El Espectador. La vida no le alcanzó
para saber cómo va a terminar.
CLAVE 1973 OPERACION ANORI
De los 9 hijos de la familia Vásquez Castaño
nacidos todos en Calarcá (Quindío) , cuatro no resistieron la tentación
guerrillera, que en los sesenta se tomó el alma de los jóvenes del mundo,
emocionados por las luchas de liberación que con éxito sostuvieron Fidel y El
Che , en Cuba; Mao en China y Ho Chi Min en el Vietnam. Fabio, Jairo, Manuel y
Antonio se dejaron seducir por los cantos de sirena de la lucha revolucionaria.
Los Vásquez no solo fundaron el ELN,
sino que se constituyeron en una temida dinastía durante la cual sus más
importantes líderes universitarios fueron fusilados por traidores , luego de
breves juicios revolucionarios.
Fabio, el mayor de los cuatro, fue
encargado de hacer germinar aquella semilla, que a raíz de la huelga de
Ecopetrol de 1962 se prendió en el espíritu de dirigentes sindicalistas de
Santander. En 1963 viajó a Cuba a formarse como guerrillero y se responsabilizó
de importar a Colombia el germen del castrismo .
En 1965 Manuel abandonó sus cuatro
semestres de derecho en la Libre, y Antonio sus estudios técnicos en radio,
para alistarse ambos en las filas de la subversión.
Jairo, el menor de los cuatro, frenó
a tiempo y desertó de la guerrilla.
Como consecuencia de la presión que
en 1972 ejercía, desde Santander, el Coronel Rincón Quiñones, comandante de la
V Brigada, la mitad de los 11 grupos que componían el ELN unos cien hombres
buscaron refugio en el noreste antioqueño.
En enero de 1973, los elenos
iniciaron allí su labor de adoctrinamiento. Crearon así un foco en la zona rural
que se extiende entre los municipios de Amalfi y Anorí. Primero, censaron la
población y luego catequizaron a los campesinos sobre la urgencia de derrocar
al Gobierno.
En abril, iniciaron la fase militar.
Uno a uno fueron llegando los guerrilleros a la zona y en pocas semanas
ejercían control armado sobre El Banco, Tenche, Santiago y Santa Inés.
Reclutaron un grupo de campesinos para reforzar la guerrilla y organizaron sus
redes de abastecimiento.
Sus huellas empezaron a ser notorias
el 25 de julio, cuando las reiteradas amenazas de realizar la toma de Anorí
llegaron a oídos de la inteligencia militar.
Dos coroneles, uno de Caballería,
Alvaro Riveros Abella a quien sus subalternos lo llaman Cara de Piedra,
comandante de la IV Brigada, y el otro de Artillería, Calixto Cascante, su Jefe
de Estado Mayor, echan a rodar la operación de búsqueda del foco guerrillero,
el martes 7 de agosto.
A la movilidad de la guerrilla, se le
opone la agilidad refleja de la contraguerrilla. Durante los siguientes 42
días, en un virtual juego del gato y el ratón , los subversivos hacen contacto
armado y de subito se esfuman. Caen en una emboscada y se logran evadir.
Aparecen y desaparecen. Con el paso de los días, los militares controlan todos
los puntos críticos y van arrinconando a la guerrilla en la boca de la trampa.
En las puertas del desenlace las
muchachas universitarias que corrían la aventura guerrillera se entregan
exhaustas. Los auxiliadores campesinos les voltean la espalda. Las bajas son
diarias. Los guerrilleros recién reclutados desertan. Los encargados del
adoctrinamiento desaparecen. El seis de septiembre es detenido al cura Zabala,
uno de los cabecillas de la frustrada toma de Anorí.
El día del juicio final la columna
subversiva penetra en la finca El Infierno para intentar el cruce de las
torrentosas aguas del río Porce e internarse en la espesa selva que se alza en
la otra orilla. Sobre el mediodía los subversivos son detectados. El combate
dura 40 minutos.
Esa tarde, la dinastía Vásquez se
derrumbó estruendosamente poniendo fin a 11 años de lucha guerrillera. Otros 33
guerrilleros también murieron incluyendo 5 mujeres y 30 cayeron capturados.
Ahora, los cadáveres de Manuel y
Antonio están expuestos en el campo de fútbol de la Cuarta Brigada de Medellín
para su reconocimiento legal, a tiempo que Fabio huye de regreso a Cuba,
desprestigiado y amenazado por sus propios hombres que le han prometido la
misma medicina que durante la última década les aplicó: el tribunal
revolucionario.
Estos colombianos rebeldes no aprendieron
la lección. Diecisiete años más tarde continuarán tan intransigentes y
radicales como en 1973, pero eso sí tremendamente impopulares, porque las
guerras de liberación lucen tan out como usar gomina o como fugarse del hogar
para convertirse en hippie
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